La inminente lectura del fallo en segunda instancia contra el expresidente Álvaro Uribe Vélez no es solo un hito judicial; es una radiografía de la tensión histórica entre poder y justicia en Colombia. Desde la acusación inicial por paramilitarismo en 2012 hasta la condena de 12 años en primera instancia por soborno a testigos y fraude procesal en 2025, esta odisea legal ha expuesto la vulnerabilidad y, a la vez, la resiliencia del sistema judicial del país.
El caso no es un simple conflicto penal, sino una saga de giros dramáticos. Comenzó con Uribe acusando a su detractor, el congresista Iván Cepeda, por manipulación de testigos. Terminó, seis años después, con la Corte Suprema archivando el caso contra Cepeda y, crucialmente, compulsando copias contra el expresidente por encontrar "una realidad muy diferente a la denunciada" e indicios de manipulación. El cazador se convirtió en el cazado.
El momento más simbólico fue, sin duda, la orden de detención domiciliaria en agosto de 2020 por "posibles riesgos de obstrucción a la justicia". Un jefe de Estado, líder natural de la derecha, bajo arresto.
Posteriormente, la renuncia de Uribe a su escaño en el Senado y el paso del caso a la Fiscalía General, en un movimiento interpretado como una "jugada judicial y política", desencadenó una batalla épica. Los intentos reiterados de la Fiscalía (bajo una administración cercana al exmandatario) de precluir el caso por "falta de pruebas" chocaron de frente con la independencia de dos juezas, quienes insistieron en que el expresidente debía ir a juicio. Estos rechazos consecutivos desarmaron la narrativa del lawfare y reforzaron la idea de que, a pesar de las influencias políticas, el aparato judicial podía sostener su peso.
La declaración de culpabilidad en julio de 2025 fue el clímax: 12 años de prisión. La jueza Sandra Heredia no dejó margen de duda: Uribe "sabía de lo ilícito de su actuar".
Ahora, con Uribe ya lanzado a la carrera electoral para el Senado en 2026, la decisión del Tribunal Superior de Bogotá en segunda instancia es el telón final de este acto. Una ratificación de la condena implicaría la inmediata inhabilidad para ejercer cargos públicos por ocho años, transformando permanentemente el paisaje político colombiano.
El caso Uribe es un espejo que obliga a Colombia a mirarse. Refleja la alta politización de la justicia (los cambios en la Fiscalía General), pero también la existencia de contrapesos robustos (las juezas de instancia y el Tribunal Superior). Más allá de la polarización, lo que se juega este 21 de octubre es si, en la cúspide del poder, la ley se aplica sin atenuantes. Y eso, en cualquier democracia, es lo más importante.