El reciente evento en La Plata, Huila, donde *64 soldados fueron expulsados* por cerca de 500 campesinos, ha puesto de manifiesto una cruda realidad y una pregunta inquietante que resuena en todo el país: *si el Ejército es el encargado de velar por la seguridad de los colombianos, ¿quién vela por la de ellos*
La situación, descrita por *el coronel Henry Herrera Arenas como un «secuestro» debido a la inmovilización forzada de los militares*, revela una estrategia de los grupos armados ilegales para instrumentalizar a la población civil. Según la inteligencia militar, las comunidades fueron coaccionadas bajo amenazas de desplazamiento forzado y asesinatos selectivos. *Esto nos obliga a mirar más allá de la confrontación superficial entre la población y los uniformados y a entender que, en este escenario, tanto los campesinos como los soldados son víctimas de una misma violencia*.
Este tipo de *actos no solo humilla y desmoraliza a la Fuerza Pública*, sino que también premia la delincuencia. Cuando los grupos ilegales logran sus objetivos al intimidar a las comunidades para que actúen en su nombre, se sienten más empoderados para seguir controlando territorios y ejerciendo su poder. *La llegada de 300 hombres de la Fuerza de Despliegue Rápido es una respuesta necesaria para restablecer el control territorial, pero la solución a largo plazo no puede ser solo militar*.
Es fundamental que el Estado intervenga de manera integral en estas zonas. No basta con el despliegue de tropas; se requiere una presencia estatal que aborde las causas de la vulnerabilidad de las comunidades. *Esto incluye programas de desarrollo económico, acceso a educación, salud y justicia. Solo cuando las comunidades sientan que el Estado está genuinamente presente y es una alternativa viable a la coacción de los grupos armados, se romperá este ciclo perverso de instrumentalización.*
El caso de La Plata es un espejo de lo que ocurre en muchas otras regiones del país. Es una muestra de que la seguridad no es solo una cuestión de armamento y soldados, sino de confianza y legitimidad. Colombia debe enfrentar la incómoda verdad de que, en muchas de sus zonas rurales, *el poder lo ejercen quienes siembran el miedo. Es hora de que el Estado recupere esos territorios, no solo con la fuerza, sino también con la esperanza y el desarrollo. Porque solo así, los protectores podrán ser protegidos por una sociedad que confía en ellos.*