El reciente capítulo en el juicio contra el exgobernador de Nariño, Camilo Romero, no es solo una nota judicial más, sino el reflejo de un drama que oscila peligrosamente entre la legítima búsqueda de la verdad y una preocupante lucha de poderes. El exmandatario ha vuelto a encender la polémica al calificar de "prepotencia del poder" la actuación del magistrado Ariel Torres, quien lo investiga por presuntas irregularidades en un contrato de aguardiente.

La imagen que Romero proyecta es clara y contundente: la Corte Suprema como una "junta de generales en contra de un soldado". Esta retórica, aunque visceral y potencialmente riesgosa para su posición legal, toca una fibra sensible en el debate público colombiano: ¿existe realmente una igualdad de armas ante la justicia cuando el investigado es un actor político que ha desafiado el statu quo?


La polémica de la defensa: ¿un derecho fundamental en entredicho?

El meollo de la controversia actual radica en la figura de la defensa. La Corte Suprema decidió avanzar con el juicio y designó una abogada suplente, Ruth Marina Pulido, ante las constantes ausencias y excusas del abogado titular, Miguel Ángel del Río. Si bien es comprensible que un proceso judicial deba avanzar con celeridad y evitar dilaciones injustificadas, la reacción de Romero y su crítica a la figura de la "abogada suplente impuesta" como un acto de "prepotencia" merece una pausa.

El derecho a la defensa técnica es un pilar de la democracia y del debido proceso. Si el investigado siente, con razón o sin ella, que se le está coartando la posibilidad de elegir a su defensor o que la figura designada no le garantiza la plenitud de su derecho, la legitimidad del proceso queda en entredicho, al menos ante la opinión pública. La frase atribuida a la abogada suplente, de que el término "igualdad de armas" es "carreta", si es cierta, es profundamente grave, pues desdibuja el principio mismo de la imparcialidad judicial.


¿Advertencia o amenaza? El dilema de la sanción

Lo más delicado de este nuevo embate de Romero es que se produce justo después de que la Corte Suprema lo conminara a cesar las "expresiones denigrantes e irrespetuosas" contra el magistrado Torres, bajo advertencia de medidas correccionales. La pregunta que flota en el ambiente es inevitable: ¿Terminará sancionado por este caso?

La Corte se encuentra en un dilema: permitir las críticas de Romero podría interpretarse como una debilidad ante el desafío del poder político, pero sancionarlo podría ser percibido como una reafirmación de esa misma "prepotencia del poder" que el exgobernador denuncia. El equilibrio entre el respeto a la majestad de la justicia y la libertad de expresión, incluso la más airada, es frágil.

Si las críticas de Romero superan la frontera de la legítima opinión para caer en el desacato directo o la injuria, una sanción podría ser legalmente justificada. Sin embargo, en el tablero político, una sanción judicial contra un exfuncionario del Gobierno Petro, con proyección de izquierda, podría abonar la tesis de la "persecución política".

El caso de Camilo Romero va más allá de un contrato de aguardiente. Se ha convertido en un campo de batalla donde se dirimen tensiones fundamentales de la democracia: la independencia judicial, el derecho a la defensa y el límite de la crítica al poder. La Corte Suprema tiene en sus manos no solo la definición de la responsabilidad penal de un exgobernador, sino la oportunidad de demostrar que la justicia, incluso cuando es criticada con fervor, opera bajo la estricta métrica de la ley, y no bajo la sombra de la prepotencia. El veredicto final será crucial, no solo para Romero, sino para la salud institucional del país.